Las ruedas giraban y el taxi seguía su curso.
Edificios color cementerio se sucedían en el retrovisor y en
su mente todas las premeditadas y oscuras formas de interrumpir para siempre
aquel recorrido inútil.
Frena en el semáforo y ajusta sus pensamientos. Hoy era el
día. Iría hacia las afueras de la ciudad, pisaría fuerte el acelerador con los
ojos clavados en la aguja del velocímetro hasta llegar a tope: 200 km/h. Allí
soltaría el volante y las riendas de su vida. Seguirían metros o kilómetros
inciertos hasta la gran colisión contra su vulgar existencia.
Moriría en ese taxi, ese maldito taxi que hace tiempo lo
había sentenciado con su rutina, su frialdad, su vacío y su intolerable
soledad.
Aunque a veces los ojos de Marta le hacían crecer flores en
el alma y soñaba despierto y navegaba dulcemente en un mar de autos y lanzaba
besos en las esquinas y contaba cuentos de caramelo a los pasajeros que
llevaba.
Pero no era momento para pensar en ello, la decisión ya
estaba tomada, el taxi estaba viejo, al igual que su dueño y ya no había combustible capaz de energizar
esas entrañas, esos engranajes corroídos.
Recorrió sus últimos km eligiendo el lugar para dejarse
llevar. Su corazón fue emulando el latido del motor. Su cuerpo se fue amalgamando
al asiento y al volante, se había vuelto uno con el taxi. Bólido sin órbita y
sin rumbo con un destino marcado a fuego. Desvió sus ojos hacia el reloj, leyó
11:45 y sintió una punción en el pecho que le indicó que ese era el momento.
Estaba a punto de cerrar definitivamente los ojos cuando vió
dos mujeres al costado de la ruta agitando los brazos con desesperación. En
medio de tal confusión, no tuvo otra opción que frenar.
Al frenar se percató de que una de las mujeres había roto
bolsa y estaba a punto de parir. Se vió obligado a bajar para ayudarla a subir.
La otra mujer, que a su entender parecería ser la comadrona, subió del otro
lado presurosa y ayudó a la embarazada a acomodarse con las piernas abiertas en
el asiento trasero de su vehículo. Arrancó con la certeza de que su muerte
había quedado rezagada, la vida estaba a
flor de piel y no se hacía esperar.
Condujo ensimismado, perdido en el aullido de aquella
mujer-loba, que sudaba vida por los poros y era volcán en erupción dentro de un
taxi que ya no gobernaba, reducto de manantiales calientes, sudor y oscuridad.
Un taxi que inspiraba muerte y exhalaba vida. Una vida que había tomado el
volante y no tenía idea alguna de en que dirección lo estaba llevando. Dentro
de su taxi, dos mujeres, y dentro de una de ellas, vida, le hacían ver que el mundo
estaba en movimiento.
Hasta que, de repente, en su cabeza dejo de existir el
tiempo y el espacio. Estacionó el taxi al costado de la ruta, ya no había lugar
a donde llegar, la vida estaba sucediendo ahí mismo, en el taxi, frente a sus
ojos.
Nacería en ese taxi, ese bendito taxi que de ataúd había
devenido en útero para darle la bienvenida a un nuevo pasajero que culminaría
su viaje cruzando el túnel.
Vió al pequeño embadurnado en sangre que lloraba para
mostrar que estaba vivo. Y el aire fue
mutando de vaho a brisa.
Se recostó a unos
metros en el pasto a mirar el cielo estrellado. Se sentía extraño, por primera
él mismo era el llevado a destino,
acarreado desde las puertas de la muerte hasta las de la vida por
aquella mujer. Una maniobra inesperada, fortuita, oportuna embestiendo a la
vida y esquivando a la muerte.
Y se quedo un rato mas recostado con la vista al cielo,
manejando su taxi imaginario por las estrellas, doblando y girando en un viaje
infinito.